miércoles, 3 de febrero de 2016

Viñeta de UCS: Frase Circular

Frase Circular:
                                           
(Frase circular cero)

El ser humano es contradictorio, dijo un ángel malvado.

Frase circular primera:

Cuando todos creen que entienden todo, en realidad nadie entiende nada.

Frase circular segunda:

En realidad, todo el tiempo está todo bien. El problema es acordarse, todo el tiempo, de que está todo bien.

Frase circular tercera:

La Luz es Todo - La Luz es Verdad - Dios es Energía - La Energía es Amor - El Amor es Verdad - La Verdad es Todo  - Todo es Verdad.
Y con esta tercera frase circular, damos fin a la mentira.








Cuentos de UCS: La Historia Circular

La historia circular


I

Todo comenzó una tarde de domingo cerca del lago. Como se conocía mi gran interés por los ovnis, me preguntaron si estaba enterado de la próxima aparición del globo rojo.
    Con mi gran curiosidad innata, pregunté:
    —¿Qué globo Rojo?
    —Es una esfera de ese color que aparecerá dentro de cinco días, en Villa Vicario —me respondieron.
    No pude salir de mi asombro, y en la conmoción del momento pensé que ya tendría que estar avisando a todo el mundo. O sea a mis conocidos que, luego, lo transmitirían a sus allegados y así, en su momento, lo sabría mucha gente. Hasta pensé en avisar a través de una radio difusora, pero enseguida me di cuenta de que esa idea venía de mi gran emoción.
    No pasaron tres días que, hablando del tema con la gente del pueblo conocí cinco chicos que estaban enterados de los futuros posibles acontecimientos. Era el premio al esfuerzo de haber hablado, durante casi dos jornadas completas, y no desaproveché la oportunidad de seguir informándome.
    Le pregunté a uno que llevaba el pelo largo casi hasta la cintura, al mejor estilo heavy metal. En realidad, tres de ellos tenían el pelo largo, los otros dos corto; uno era rubio, y el otro llevaba anteojos. El heavy comentó:
    —Se trata de una vieja historia del pueblo de Vicario, y es de hace unas décadas. Allí vivía un hombre llamado Narciso, que al parecer era muy malo. No se llevaba bien con los adolescentes. Siempre los amenazaba con que iba a traer el globo rojo —el muchacho luego de acomodarse la larga cabellera prosiguió—. Ellos por supuesto aprovechaban lo dicho por este, para realizarle todo tipo de bromas.
    El muchacho de anteojos siguió con el relato:
    —Parece ser que a él no le importó y siguió con el mismo cuento hasta que, un bendito día, el tal Narciso murió.
    El heavy interrumpiendo al muchacho de anteojos:
    —El pueblo no supo si entristecerse o alegrarse y quedo en silencio con el acontecimiento.
    Luego de dos meses, a mediados de verano, algunos pobladores dijeron que les había parecido ver a Narciso caminando de noche, por el campo. Y la más extraña prueba del suceso fue que al día siguiente, en la mañana y frente a las playas, un gran globo rojo de más de tres metros de diámetro apareció flotando en el aire. Nadie pudo creer lo que fue a contar al pueblo, la gente que caminaba por la playa esa mañana.
    Cuando el tercer muchacho terminó de contar, yo no supe que decir.
    Cierto era que nunca había oído una historia como ésa. Pero tampoco me convencía de que fuera verdad, y también me desilusionaba tal vez no poder concretar mi idea de ver un ovni. Igual les dije que resultaba una historia muy entretenida y ellos, en suma, me dijeron que pensaban del mismo modo. Pero, por pura curiosidad y diversión, también tenían pensado el domingo ir a ver que sucedía en Villa Vicario.
    No voy a negar que me tentara la posibilidad de aventura. Además cuando luego, el de anteojos dijo:
    —¡Muy posiblemente no pase nada! —entendí que esa era una probable verdad, pero aun así sería interesante ir a ver si sucedía algo, y les dije que iría de buena gana.
    Arreglamos que nos encontraríamos los seis, al día siguiente, ahí entre los árboles, frente al mar.
    Al otro día, a media tarde, estábamos todos hablando entusiasmados, hasta que uno de los chicos, el último en llegar y quien, de tan exaltados, no le habíamos dejado decir palabra, comentó:
    —Por la televisión están haciendo un reportaje a una señora que vive en Villa Vicario, y ella cuenta la misma historia que Narciso, y afirma que es verídica.
    El muchacho vivía a pocas cuadras de ahí, y al trote fuimos a ver la entrevista a la señora.
    “Era cierto parecía muy extraño que fuera verdad. Pero ahí estaba la historia del globo rojo en el noticiero”.
    Cuando llegamos a la casa de este muchacho, su madre miraba la TV de la cocina, y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda, a ver a esta otra señora que aparecía en televisión contando la historia.
    La de la nota tenía el pelo blanco, y unos setenta años de edad, calculé, mientras miraba el reportaje. Parecía una campesina.
    De fondo, se podían ver unos pastos verde claro, típicos de los campos en las afueras de la ciudad. El periodista era Valentín Branco y preguntaba:
    —¿Pero esta segura, que esa historia es verídica?
    —Le repito que yo misma conocí a Narciso, y fui testigo de una de las apariciones del globo rojo.
    —O sea, que no apareció una sola vez.
    —En ningún momento dije que fuera una sola vez. Por lo menos, cinco veces, si mal no recuerdo.
    —Y dígame… ¿El resto del pueblo cree en Narciso? ¿Toda Villa Vicario cree en la historia del globo rojo?
    La entrevista continuó dando vueltas siempre en torno a lo mismo, y nos aburrimos de verla, aunque estábamos bastante sorprendidos con todo aquello.
    Ya no había más nada que hacer, y nos dispusimos a irnos, pero antes arreglamos con los muchachos que nos encontraríamos el viernes antes de la noche, para salir a tomar algo y dar unas vueltas por el centro.
    Ese mismo viernes, nos encontramos a media tarde en la calle Vitorica. Caminamos un rato por sus angostas veredas, buscando un bar que fuera de nuestro gusto. El mismo tema seguía dando vueltas y por fin arreglamos que en vez de salir y acostarnos tarde, como solíamos hacer, nos iríamos a dormir temprano para levantarnos a las seis en punto y partir hacia Villa Vicario, que se localizaba a unos cuarenta kilómetros.
    Al amanecer, nos encontramos en el borde de la plaza que baja hasta la costa, a un costado de la autopista a Villa Vicario. Yo iba en bicicleta igual que otro de los chicos, mientras dos iban en dos motos y el resto, en un fitito.
    Antes de que saliéramos nos sorprendió la emisora de TV de nuestra ciudad con el reconocido periodista Valentín Branco. Lo miramos asombrados mientras él le decía al camarógrafo que bajara de la camioneta para filmarnos que él nos preguntaría si nuestros preparativos a hora tan temprana del sábado, eran para ir a ver al globo rojo.
    Al parecer sin que nos diéramos cuenta, como ocupábamos una parte de la rotonda de entrada a la ciudad, debíamos de estar llamando la atención: Por eso la camioneta del canal, ávida de noticias sobre el globo rojo y buscando algo para el noticiero de la mañana, se detuvo frente a nosotros.
    Nos quedamos hablando con Valentín Branco durante unos minutos. Nos preguntó a qué nos dedicábamos. Yo dije que era estudiante y ahí me enteré de que tres de los chicos que viajaban en el Fiat 600, tenían una oficina dentro de la Dirección General de Rentas. Una oficina privada, cosa que me extrañó mucho, porque se trataba de un ente estatal. Estos muchachos, el cual uno era el de anteojos, contaron como las ya conocidas privatizaciones habían llegado a eso, y como habían entrado al ente con su pequeña oficina privada, al fondo de un pasillo dentro de una de las dependencias de la empresa estatal. Luego Valentín le dijo al camarógrafo que cortara. Branco parecía muy contento con la nota y ante la emoción de tener ya algo desde tan temprano, arregló con nosotros, que nos seguiría con la camioneta durante los primeros cinco kilómetros para filmar nuestra salida en dirección al pueblo vecino.

II
    
Arrancamos dos en bicicleta, dos en moto y el resto en auto, con la camioneta del canal que nos seguía y nos filmaba.
    Valentín con el micrófono extendido por la ventanilla delantera, iba preguntando qué esperanzas teníamos de ver al globo rojo.
    Enseguida noté que estábamos yendo bastante rápido y que el otro chico de la bicicleta era un verdadero ciclista. No era que yo no supiera andar, porque en verdad me consideraba buen ciclista y  estaba en buen estado. Pero también era cierto que resultaba bastante difícil seguir la marcha de la caravana, y muchas veces me quedé atrás, y tuve que pedalear fuerte para alcanzarlos.
    Valentín fue pasando el micrófono a uno por uno y todos iban opinando yo, como siempre, venía bastante atrás. El, con el micrófono y yo, a puro pedaleo, intentamos acercarnos para que pudiera dar mi opinión al noticiero de la tarde, y cuando pude decir “no sé”, la bicicleta se me movió y estuvo a punto de quedarse debajo de las ruedas traseras de la camioneta.
    Cuando empezamos a pasar ante el parque industrial, la camioneta del canal dio media vuelta en la rotonda y se perdió rumbo a la ciudad.
    Seguí pedaleando con fuerza para seguirles el ritmo a los demás. Uno de los que iban en moto, me propuso que me agarrara de él para no tener que seguir pedaleando. Pero desistí de la propuesta.
    Tenia muy fresco, todavía, el momento que casi había chocado con la camioneta, y preferí seguir como estábamos.
    Ya eran las once, el cielo se veía bastante claro, mientras una nube de smog, como una larga mancha gris, descansaba a baja altura en el cielo turquesa de esa mañana.
    A eso del mediodía, el parque industrial había quedado atrás y, por fin, pudimos volver a ver al mar.
    Paramos a descansar junto a la rambla y nos quedamos a comer unos sándwiches que uno de los muchachos había llevado. Más exactamente, el que nos invitó a ver la TV con su madre, la cual de buena gana, preparó provisiones para cuando paráramos a descansar, camino a nuestra extraña aventura.
    Cerca de donde nos encontrábamos, dos hombres, a quienes en un principio, no dimos la menor importancia, permanecían en la rambla mirando el mar, absortos en una conversación que nos pareció, por lo menos a mí, de lo más profunda. Un rato después, entre risas y carcajadas, terminamos por llamarles la atención nosotros a ellos. Se acercaron y, luego de presentarse, nos preguntaron a dónde nos dirigíamos.
    Enseguida les contamos a dónde íbamos y uno de ellos, el más alto y grandote, de anchos bigotes, preguntó:
    —¿No oyeron hablar sobre el globo rojo?
    Entusiasmados respondimos 
    —¡A eso venimos! 
    Nos pusimos a hablar del tema como si fuera la primera vez, pero en esta ocasión, con dos nuevos integrantes, más adultos que nosotros.
    —Nosotros también vamos a ver el globo rojo, pero  todavía no estamos muy seguros de ir o no —dijo el más flaco y bajo de los dos.
    —Por que, si bien vimos la historia de la señora por TV, pareció una historia de campo, de ésas que se cuentan en los pueblos — agregó el de bigotes.
    Todos concordamos en eso, que no era más que una historia de las que se cuentan en los pueblos, pero uno de los muchachos, en nombre de todos, dijo: 
    —Igual iremos a ver si pasa algo.
    Esto último pareció convencer a los dos hombres. El de bigotes agregó:
    —Somos los dueños de la estación de servicio con parada de ómnibus, que está enfrente de la rambla, del otro lado de la ruta.
    —No queremos hacerles perder más tiempo. Espérennos cinco minutos, que le avisamos al chico que trabaja en la  estación de servicio que nos vamos, y enseguida venimos con un coche                 —agregó el flaco.
    Los hombres nos resultaron agradables y buena gente, y aceptamos gustosos. También les dijimos que, si tardaban un poco más, no mucho, no se preocuparan que los esperaríamos.
    Cinco minutos después, estábamos otra vez rumbo a Villa Vicario. Ahora, con dos autos, dos motos y dos bicicletas.
    El hombre de bigotes iba del lado del acompañante y no dejaba de gritarnos y animarnos para que los dos ciclistas siguiéramos pedaleando.
    La cosa era que, con este nuevo vehículo y los gritos del hombre de bigotes, estábamos yendo más rápido que antes. Los autos en la ruta pasaban por mi lado, formando bolsas de viento que me obligaban a zigzaguear peligrosamente.
    Luego de una hora y media, pasamos por la terminal ferroviaria cercana a Villa Vicario y el aire fresco, más la ruta que ahora venía un poco en bajada, ayudaron a mis últimos esfuerzos de pedaleo.
    Pasamos por debajo del puente del ferrocarril y salimos a la bajada del pueblo, entrando en las pocas cuadras de ciudad del lado de la playa.
    La mayoría de las casas de Villa Vicario, eran de paredes blancas y tejas rojas, en un bello juego de colores con el verde del campo y el horizonte marino de fondo. Nos dirigimos a una casa y uno de los chicos, el de anteojos, ni bien paramos frente a ella, subió rápido la escalera y abrió la puerta. Todos entramos en la cocina y alguno de los muchachos guardaron cosas en la heladera. Cuando pregunté, un poco en serio, un poco en broma:
    —¿Pensamos quedarnos mucho tiempo?
    —Sí, todo el fin de semana —me respondió el heavy de pelo largo.
    Me sorprendió la noticia, porque el domingo tenía que estudiar. Además de que no había avisado en casa, porque creía que volveríamos el mismo día. Repliqué entonces: 
    —¡Che, podrían haberme avisado!
    Todos, incluidos los dos hombres, que también fueron invitados a la casa, trataron de convencerme de que me quedara. Aparte, no sabíamos si el globo rojo iba a hacer su aparición el sábado o el  domingo.
    Casi me habían convencido, cuando pedí permiso para hablar por teléfono y avisar que no volvería ese día. Me atendió la operadora, y le pedí el número de la remiseria. La chica dijo no sé qué y empezó a dictar rápidamente un número. Entonces pregunté:
    —Disculpe ¿Que ha dicho?
    —¡El número que doy es el correcto! —respondió, como si la sorprendiera mi pregunta. Luego volvió a decir la misma frase incomprensible y a repetir el número de teléfono, tan rápido, que no me dio tiempo para anotar. Entonces le dije:
    —Puede repetirlo, porque de tan rápido que lo dicta no me da tiempo para anotar.
    Cortó y me dejó con el auricular en la mano, oyendo el tono de la línea vacía. Pensé entonces que, de volver a llamar, la telefonista me reconocería la voz y volvería a cortar. Desistí del intento.
    A la casa había entrado alguien más, y una pared me impedía ver quien era, y quise ir a ver si la chica estaba tan buena como decían. Entonces colgué y dejé la llamada para más tarde. Pensé, también, en volver en bicicleta por la ruta. Pero ya media tarde y pronto bajaría el sol y, aunque casi me decidí a salir rápido, supe que no llegaría muy lejos antes de que la noche me atrapara en medio de la ruta. No era miedoso, pero ya estaba bastante asustado con manejar de día, como para ir de noche sin luces, con todos los autos pasándome por al lado.
    Volví a la cocina a ver a esa muchacha. No era muy alta, pero sí muy linda, y hablaba como loro con los chicos explicando no sé qué embrujo para llamar al alma de Narciso, cosa que me pareció muy de mal gusto. En realidad no era esa la razón, sino que no tenía ganas de que lo hicieran. Pero la persona más inquieta del grupo, el hombre de bigotes, bajando unos escalones hasta un patio sin techo que daba a una alta terraza, desde donde se podía ver el horizonte del mar atardeciendo, dijo:
    —Hagámoslo antes de que la noche termine por llegar.
   
III

De ahí en adelante todo pasó muy rápido. La chica se puso junto al hombre y dijo:
    —Yo voy a ser la primera en decir el conjuro.
    Empezó a pronunciar extrañas palabras. Luego pareció como si estuviera poseída, y con gran fuerza empujó primero al hombre de bigotes, que no era pequeño, y empujándolos hacia atrás, golpeó a cada uno de los demás en el pecho.
    A mí no llegó a golpearme, porque me alejé y no pareció verme.
    Luego de eso, con voz rara, la chica dijo:
    —Ahora deben hacerlo los demás.
    —Estoy de acuerdo —dijo el de bigotes junto con algunos muchachos que afirmaron con la cabeza, mientras la única negativa  era la del compañero de bigotes y la mía.
    Ayudados por la chica en el ritual, empezaron con el conjuro. No perdí tiempo y empecé a correr como loco buscando la salida de la casa, porque me daba cuenta de que era un verdadero laberinto. Pero que en mi nerviosismo no podía encontrar una salida.
    Las extrañas frases se oían desde la cocina. Luego de un momento creí entender la forma de la casa, y en eso se oyó un grito terrorífico como si mataran a alguien. No dudé ni un segundo: era la voz del otro hombre, el amigo del de bigotes. Tampoco dudé de la locura colectiva de los que estaban ahí, ni cuál era la causa de ese grito y qué le habían hecho al pobre hombre. Porque no había aceptado repetir el conjuro. No pude seguir sacando conclusiones por que una fuerte voz proveniente del mayor del grupo, dijo                —¡Atrapen al muchacho! ¡Atrápenlo!
    Salí corriendo y, de un salto, bajé las escaleras. El de bigotes me seguía de cerca pero tuve la distancia suficiente como para agarrar la bici y salir a la carrera. El hombre corría rápido y estaba a punto de alcanzarme, pero subí y empecé a pedalear por una calle en subida, que la recorrí como si fuera una recta. Pasé por debajo del puente ferroviario y salí a la ruta. Era de noche, estaba muy oscuro, y después de eso no recordé más.
    Cuando desperté, todos me rodeaban, los muchachos y los dos hombres, y dijeron al unísono:
    —¡Sorpresa!
    El terror se apodero de mí. No sabía que me había o que me habían hecho, ni dónde estaba.
    La luz que entraba por una ventana me indicó que era de día y que, posiblemente, estuviera en el hospital. Otra gente conocida también estaba ahí, y eso me tranquilizó. Uno de los chicos, como si yo fuera una especie de héroe, dijo:
    —¡Volviste pedaleando dormido!  
    Todos, hasta algunos conocidos, inclusive, lo confirmaron como si fuera la más pura verdad. Me pareció de lo más extraño que había oído, y entonces dije —¿Cómo que volví pedaleando dormido?
    Me lo repitieron y agregaron que ya estaba comprobado, que me habían encontrado cerca de la entrada de la ciudad el sábado a la noche, dormido y tirado a un costado de la ruta, y que una ambulancia me había llevado al hospital.
    Otra de las cosas que me sorprendieron entre el palabrerío que oí todavía medio dormido, fue que eso había pasado casi cuarenta y ocho horas atrás, y que hoy era lunes.
    Luego de eso, desperté.
    Eran las ocho de la noche y estaba oscureciendo. Me había acostado a las seis de la tarde. Fue uno de los sueños más extraños que jamás he tenido. Dudé un poco, y luego empecé a escribir.










Cuentos de UCS: Campo y Comunidad

Campo y Comunidad




Una vez escuche una frase que decía “aléjense de lo artificial”. Artificial es la computadora en la que estoy escribiendo, la televisión, la falsa comodidad de las grandes ciudades, Internet, etc.
    Todo cambio conlleva cierta sensación de pérdida, y muchas veces, para evitar esa pérdida, para llenarnos falsamente el vacío que tal vez tengamos dentro, nos llenamos de bienes materiales, y estos bienes en tales casos, son inservibles. Inservibles para nuestra supervivencia. Para nuestra propia manutención.
    Vuelvo a la frase primera: Aléjense de lo artificial. Podemos interpretar, también, y sin equivocarnos: “Acérquense a lo natural”. Lo natural: El bosque, la pradera, el lago, el río, el mar, el sol, la luna, las estrellas.
    Si seguimos estos conceptos y observamos los cambios mundiales, con la consecuente perdida de seguridad cada vez mayor de las fuentes laborales que pueden brindarnos las grandes ciudades. Se hace cada vez más patente que el hombre, en un futuro cercano, tendrá que proveerse el mismo tanto de sus alimentos como de sus bienes esenciales y estos serían cosas tan simples como una mesa, dos sillas, un techo bajo el cual vivir.
    Ahora habría que hacer una escala de valores, tomando en cuenta los beneficios de vivir en una ciudad, donde las posibilidades de empleo son cada vez menores, los costos de vida son cada vez más altos, y las posibilidades de obtener una casa propia, se alejan. Mientras, los precios burbuja de las propiedades suben y los sueldos se planchan en una misma proporción. Sin contar el deterioro de la salud pulmonar cuando se vive en una ciudad grande, compartiendo espacios reducidos con sus conciudadanos, respirando un aire viciado y, demás. Con los beneficios de vivir en el campo, en pequeñas comunidades, en un contacto más estrecho con la naturaleza, y con la posibilidad de proveerse uno mismo de gran parte de los alimentos, con las ventajas para la salud, tanto del cuerpo como del espíritu, que trae el contacto directo con la tierra y el cielo.
    Si esto es así, toda persona razonable, tendría que saber cómo plantar una huerta, conociendo el ciclo de las plantas, los beneficios que traen al organizarlas por variedades, evitando así la necesidad de utilizar medios químicos contra las plagas. Tener conceptos básicos sobre la construcción de una vivienda o complementar sus conocimientos y recursos para formar la pequeña comunidad. Producir dulces, quesos, artesanías y demás derivados de un pequeño campo, como ya muchas personas hacen.





Cuentos de UCS: Una Construcción Simétrica



Una construcción simétrica







Una construcción simétrica, es un proyecto de producción de  civilizaciones ordenadas, dinámicas e independientes. Este llega a su ciclo final de realización cuando el individuo promedio, puede realizar su máxima iluminación o sea la realización de sus proyectos personales.
    Así lo traduje por mi conocimiento de las tablas cuneiformes que traía por triplicado en documentos a los que nadie, antes de que subiera al avión en Tel-Aviv rumbo a París, debía tener porque estaba en riesgo mi propia vida. El problema era el conocimiento de esta información, pues este primer y extraño párrafo que no sorprenda al lector es el principio de las tablillas recién traducidas, ahora en 2007, del milenario pueblo sumerio, “Pueblo de los cohetes”. Ahora que tenemos las tablillas, sería la mejor traducción. También espero que los gobiernos que recibieron esta información finalmente la den a conocer. Por mi parte, ya la estoy volcando en la red. Pero vayamos paso a paso.
    Si alguna sensación podría definir el sentimiento que en ese momento me embargó, al tener estos documentos, fue de felicidad, con mariposas flotando en mi estomago. Abría deseado que aquel instante nunca acabara, no llegara a su final, y que pudiera, si esto fuera posible, continuar solamente descansando y disfrutando de lo logrado. Pero como quien sabe nadar en aguas turbias, y como quien tiene la certeza de que no debe quedarse demasiado en un mismo lugar. Debía salir. Eso fue lo que hice.
    Tomé un vuelo Tel-Aviv – París y, una vez en el aeropuerto, llamé a Jean Pierre desde mi celular.
    —¡Jean Pierre Jean Pierre! —grité, ni bien logré la comunicación.
    El lector tendrá que comprender que mi alegría estaba en proporción a mi hallazgo, pues era la primera persona conocida con la que hablaba desde hacía, una semana, al menos. Y él respondió:
    —Sí, Max ¿Qué tal el vuelo?
    —¿Te sorprendería si te dijera que de maravilla? Como pocas veces. Siento que vengo con viento de cola.
    —Debo adivinar que las cosas van bien, entonces —dijo Jean con un poco de reproche en la voz. No hice caso a eso, y seguí:
    —Sí, se puede decir que fue una especie de milagro—guardé silencio un momento, sabiendo la reacción que provocaría lo que dije luego:
    —Los dos viejos estarán más que conformes con el resultado…
    —No quiero sonar cursi —dijo entonces Jean—. Pero... ¿tienes los números? ¿Existían esos números que estos viejos locos quieren?
    —Si no me crees, pasa a buscarme por el aeropuerto.
    Jean apenas cortó, con su innata inquietud, salió del castillo que los dos viejos filántropos nos habían dejado como base de operaciones, hasta que termináramos el encargo y, como sabemos, ya estaba concluido.
    Ansioso como es, subió al Citroën y, en dos minutos y poco, recorrió los quinientos metros de bosque que separan al castillo de la autovía. Luego transitó los ciento cincuenta kilómetros hasta el aeropuerto de París. Diré también que no le fue difícil encontrar a su compañero y socio. 
    Jean fue el primero en hablar:
    —¡Ahora no me puedes mentir! —hizo una pausa y me miro con más atención—. Dime… ¡que no aguanto más! ¿Es verdad que conseguiste lo que estos locos piden?
    —Acá están todos los datos —recuerdo que dije, para luego agregar:
    —En forma de disco láser, en forma de papel, fotocopiado, triplicado y en un papel amarillo muy popular allá, que se supone es ultrarresistente.
    Como si su equipo preferido de fútbol, el Inter de Milán, estuviera a punto de meter un golazo, Jean se agachó un poco con las intenciones de empezar a saltar, y así lo hizo, mientras decía: 
    —¡Nos hicimos acreedores de 200.000 Euros!
   —Sí, Jean —fue mi corta respuesta, mientras le daba unas palmaditas en la espalda—. Aunque no lo creas —y cansado por el viaje, terminé diciendo, para calmar la ansiedad de mi amigo y socio:                  
    —Vamos a buscar el auto que, mientras manejás, te cuento.
    Emprendimos el viaje hacia el castillo que, como les dije, nos habían asignado como centro de operaciones para la misión y, que conseguimos con Jean al responder al aviso que apareció en el periódico: “Se buscan expertos en arqueología para viaje de investigación a Medio Oriente”. 
    Los dos, sorprendidos, al ver el anuncio, solo teníamos la misma afición por el tema y algún que otro conocimiento. Nos percatamos de la poca idea que teníamos de arqueología. Al mismo tiempo, los dos estábamos con poco trabajo y teníamos un alquiler compartido a medias que pagar a fin de mes. Al menos estábamos dispuestos a ir a averiguar de qué se trataba.
    Nada más importante teníamos que hacer esa mañana, que cosa insólita, nos habíamos levantado ocho y quince. Entonces, respondimos al anuncio, y a las 10:00 en punto, estábamos en el castillo.
    Como les decía cuando todo había terminado y Jean pasó a buscarme por el aeropuerto, comentó con su típica excitación:                      — ¡Tenemos que llamar para avisarles!
     —Ya habrá tiempo para eso —recuerdo que dije y entonces agregué:
    —Ahora déjame que siga con mi relato: cuando bajé en Tel-Aviv me sentía tan improvisado como lo estuvimos desde el principio. Sin una idea mejor, me dirigí al museo donde se exponen los manuscritos del Mar Muerto. No te negaré que me sentí un agente secreto al mejor estilo 007. Sin mi inglés fluido, la misión simetría hubiera sido un rotundo fracaso. Pero, vayamos por partes. Como sabes no soy hombre de muchas vueltas.
    Jean lo confirmó y continúe:
    —Cuando llegué a Tel-Aviv, decidí que el alojamiento lo dejaría para más tarde. En busca de alguna buena idea que me sacara del atolladero en que ya me veía, fui directamente al museo, a ver los rollos del Mar Muerto.
    Me quedé mirando desde la pasarela el largo tubo que los contiene. Pero no fue necesario que pensara, o que siguiera guiándome, como hasta entonces, por la intuición. El Universo ya me estaba dando una pista.
    —¡La Creación nos guiará si nuestro camino es el correcto!                   —dijimos los dos al unísono, la frase de costumbre, mientras entrabamos en la autovía.
    Luego continué:
    —Delante del tubo que contiene los rollos, había un hombre de camisa blanca, pantalón negro, no muy alto, calvo, de gruesos bigotes y mirada profunda. Mientras se acercaba con las manos en los bolsillos, dijo: ¡No creo que pueda descifrar nada desde esa distancia! en referencia a los dos metros y poco que separan los rollos del público. Le repliqué:
    —¡No se preocupe. De ser necesario tengo binoculares!
    Luego me preguntó qué hacía en Tel-Aviv, pues se había dado cuenta de que era turista.
    —¡En conclusión! —dijo Jean.
    Continué:                             
    —Terminamos fuera del museo, en un café, conversando. Ahí fue cuando me enteré de que Omar era palestino y… oh casualidad…
    —No sé lo que dirás, pero es increíble que las cosas se fueran dando de esta manera —afirmé lo dicho por Jean y seguí:
    —Él tenía conocimientos sobre lo que estábamos buscando. Omar pertenece a una sociedad teosofísta —con cierta hilaridad, agregué:
    —No hace falta que te diga, Jean, lo que una honesta borrachera, puede llevarte a hacer.
    —Más a ti, que te ilumina el cerebro, como dices— agregó Jean.
    —Esa misma noche, con el riesgo de echar todo a perder, le confié la misión.
    Decidimos a media noche que lo mejor sería viajar a Jordania, a ver a un amigo de Omar que había regresado de Irak. Acá tendré que hacer una pausa, querido amigo— dije, mirando a mi socio con una emoción que me obstruía la garganta. Jean asintió y, entonces, pude continuar, mientras sentía en el rostro el viento que producía la velocidad del vehículo en la autopista— ¡Todavía no puedo creer que las cosas se hayan dado de esta manera! Esto es una comprobación que nos está dando el Universo ¡No puede ser de otra forma, Jean!
    —Perfecto, pero continúa— dijo mi impaciente compañero.
    —El amigo de Omar venía, ni más ni menos, de la mítica ciudad de Ur. Esto nos ahorró el trabajo de pagar a una persona la mitad de toda la ganancia, como habíamos quedado —Jean volvió a afirmar y seguí con el relato—. Sin contar el trabajo de adentrarse en Irak. Seguir el rastro de alguna de las supuestas veinte copias que, se dice, existen de los documentos de los dioses.
    Bien recordaba la pista que los dos viejos nos dejaron cuando llegamos al castillo. Que de las cinco que, seguramente, se perdieron en la guerra y que se encontraban en Bagdad, y si descontamos las que por error, ignorancia y sin saber su contenido, hubieran sido destruidas junto con los museos de Bagdad, por las tropas de ocupación— hice una pausa y continué—. Según los informantes de estos dos ricos filántropos, ningún gobierno estuvo ni está, en la búsqueda de los documentos. Las restantes, dicen ellos, deben estar en la milenaria ciudad de Kis, en Ur o en Babilonia.
    No fue necesaria la búsqueda. Delante de mí, tenía a la persona indicada. Un arqueólogo sirio que, con su equipo de excavación, había trabajado en la ciudad de Ur.
    En su Zigurat encontraron, sin duda; la información que a nosotros nos habían pedido.
   —A esa altura, supongo —agregó Jean—; mandaste el mail que decía: “Vamos por buen camino”
    —Sí, más precisamente, estábamos yendo por la ruta del desierto que une Tel-Aviv y Damasco. Fue antes de encontrarnos con el amigo de Omar, cuando, luego de tomar confianza, pude acercarme a las láminas con las fotos en escala 1:1.
    “Caí en la cuenta por las traducciones de las tablillas cuneiformes, y por el estudio que hicimos de ellas en el castillo, que ahí, precisamente, estaba la información que estos viejos locos nos habían mandado buscar.”                  
    Hice una nueva pausa mientras doblamos por una curva cerrada              —Te digo, Jean, que la cerveza, más el último licor que bebimos antes de decidir con Omar ir directo a Jordania, pagando un taxi a medias, me subió cuando estuvimos en la casa del arqueólogo. Ahí enfrente tenía al amigo de Omar, y con la mente… digamos, adelantada al tiempo por el alcohol, fue que pude leer las intenciones de estas dos buenas personas. Supe, entonces, que podríamos formar un equipo.
    Decidí esperar al otro día y, con la mente más despejada, seguir con el plan. Antes, agradecí al arqueólogo por mostrarme los hallazgos que habían realizado. Ya sabés como es la hospitalidad árabe. Me invitaron a quedarme. Me tendieron unas mantas en el living comedor, donde descansé y repuse fuerzas.
    A la mañana siguiente, luego de un té árabe, conversamos sobre las implicaciones de estos documentos. Enseguida noté en los ojos del amigo de Omar, cierto recelo por los manuscritos. Por un momento pensé que el plan podía echarse a perder. Entonces, mientras terminábamos nuestro té, guardé silencio por un rato.
    Los tres quedamos callados, contemplando el jardín delantero de la casa, con los dátiles movidos por el viento.
    Todavía no habíamos hablado nada con el amigo de Omar, con respecto a que yo necesitaba. Tampoco era tan absurdo su recelo, ya que había regresado de Irak hacía solo dos meses, en diciembre de 2007, con todo lo que ello conllevaba.
    Gracias a un buen silencio supe, que tiempo y espacio me eran propicios y, ofrecí 15.000 Euros por una copia. Le dije, también, que si aceptaba la oferta, tendría que llevarla esa misma noche. Esto último porque empecé a percibir que tenían cierta importancia… Repito, que cierta importancia que todavía nosotros no llegamos a comprender.
    No fue fácil convencer al arqueólogo. Omar hizo silencio y nos dejó que negociáramos. Al arqueólogo le hice ver que lo mejor sería llevarlos al Viejo Continente. Publicarlos en todos los medios, y que la gente se enterase de la verdadera historia de la humanidad.
    En esta parte no estuve muy seguro de haber sido honesto y, me dije, para no traicionar mi conciencia, que luego vería la forma de hacer realidad lo que estaba prometiendo. Entre tanto palabrerío, el arqueólogo entrevió la sinceridad de mis intenciones y accedió.
    Supe, entonces, que debía tomar el primer vuelo de regreso a Francia, a más tardar al otro día y cuanto mas temprano mejor. Eso fue lo fácil. El problema fue explicarle luego, a solas a Omar, que todavía no contaba con el dinero, pero que los dos debían confiar en mí, porque era hombre de palabra. Si así lo creía, él por supuesto. Ni bien nos pagaran a nosotros, así le dije a Omar, le mandaría la plata. 
    —¡Contaste todo lo de filántropos locos! —dijo Jean con media sonrisa.
    —Sí, le ofrecí con toda humildad, otros 5000 Euros más el pago del taxi de vuelta. Esto último, el costo del taxi, por adelantado por supuesto, por el favor de haberme presentado a su amigo, y por el trabajo de convencerlo.
    — ¡Lo lograste! —dijo Jean alegre y nervioso.
    Le respondí golpeando el maletín, y continúe:
    —¡Por eso, ahora debemos mandar 20.000, ni bien paguen!
    Sin dudar marqué en mi celular el número que me habían dejado los filántropos. Enseguida llegó la comunicación satelital.
    —Hola, señor Thomas. Sí, lo reconocí por la voz.  Le tengo buenas noticias: estamos yendo para el castillo y tenemos lo que ustedes pidieron. Sí, sí los mismos documentos, las formulas matemáticas que usted me había mencionado. En media hora, bueno entonces eso me da tiempo para darme un baño en su castillo. Sí… mantengo el buen sentido del humor. Hasta luego, señor.
    Todo esto le conté a mi buen amigo Jean. Así, ni bien llegamos al castillo me di un buen baño y, el timbre sonó dos veces. Bajamos apresurados. Afuera se veía el auto de los dueños.
    Un negro sedán con chofer incluido, sumamente pulido. Los dos viejos, con una gran sonrisa, bajaron alegres por las puertas traseras.
    —Señor Thomas —dije, mirando al que descendió por el lado del conductor.
    —Mi querido e intrépido caballero —respondió y agregó: trajo el Tetramenitrón, pieza única de esta humanidad.
    —¡El documento que dejaron los dioses, para instruirnos en la creación de civilizaciones! —dijo enseguida el otro caballero, mientras terminaba de cerrar la otra puerta del auto.
    —Sí.
    Luego de una pausa, el señor Thomas agregó:
    —Señores, acá nos separamos. Pero antes, acá tienen el pagó por su trabajo.
    Nos extendió dos sobres con números de cuenta. 
    —¿Para retirar por ventanilla?
    —Sí, exactamente y arrivederci —respondió por ultimo el señor Thomas.
    Así nos separamos, como cuatro caballeros. Pero con un poco de sospecha, mutua entre ambos pares.
    De vuelta en la autovía y en el Citroën, Jean preguntó:
    —¿No tienes miedo que estos viejos nos manden a matar?                     
    —Pensé en eso…—miré a mi amigo y, con la seriedad del momento, continué—. Mandé una copia de los documentos a nueve embajadas indicando cómo llegar al castillo. Y, ahora, lo primero es hacer una transferencia de 20.000 Euros a una cuenta en Tel-Aviv.
    Entonces, Jean me miró, puso su mano en forma de gatillo, y simulando una pistola, me disparó con el dedo.
    Esto me recuerda un dicho “Puedes meter la cabeza en la boca del león, pero no te olvides de sacarla antes de que la cierre” También pensé: “Todo esto puede que sea un trabajo de la conciencia de esta civilización. Para buscar sus equívocos, sus principios existenciales”.
    París ya se perfilaba en la distancia.